“España”, digo
y parece una ofensa,
un recuerdo de tiempos tan horrendos
que pronunciar tal nombre
debiera conllevar un ejemplar castigo.
O así me lo parece,
en esta España nuestra
que ya ni tan siquiera es digna de su historia
y debe avergonzarse,
permanecer callada
y purgar sus pecados en silencio,
vagando entre las sombras,
igual que los leprosos vagaban hace tiempo
anunciando a su paso:
“No te acerques. No quieras contagiarte”.
“España”.
Digo “España”
y casi todos giran la cabeza,
los unos asustados ante tanta osadía;
los otros con los ojos inyectados en furia
ante tal desvergüenza.
O miran resignados a otro lado
o se lanzan furiosos contra mí,
intentando acallar esa palabra impía
que apenas representa más que nada
y que tanto molesta.
Hay que borrar las huellas de esa España,
sus símbolos arcaicos y malditos,
su propia esencia dañina y contagiosa.
Hoy hay que erradicar esa historia de infamias,
adecuarla a este tiempo que vivimos,
pretendiendo olvidar
que somos lo que somos, tan solo porque un día
fuimos lo que fuimos.
Pretenden convertir en otra cosa
a esa España que fue y nunca más ha sido.
No tienen decidido todavía su apariencia final,
pero doctos prohombres trabajan cada día con esfuerzo
y se esperan muy pronto resultados provechosos.
“España”, digo,
y parece un delito.
Mejor decir
“Este país”, “este lugar”,
“esta nación de naciones”,
aunque nadie, todavía,
puede explicar muy bien qué significa.
Pero no importa.
Porque yo digo “España”,
y ya apenas es nada;
tan solo una palabra
que vamos vaciando de significado cada día,
con nocturnidad, alevosía y desvergüenza.
Y queda esa palabra,
como el eco lejano de una historia
que muere lentamente,
ahora que la memoria
es solo patrimonio del olvido.
Manuel Cabo Fueyo