Si algo generan (“excretan”, para ser exactos) las falsas democracias que padecemos son un sinnúmero de individuos caprichosos que, confundiendo sus deseos con derechos, se dedican a chantajear permanentemente a las sociedades que tienen la desgracia de acogerlos.
No obstante, la culpa no es tanto de quienes se comportan como niñatos malcriados -bajo el lema no escrito de “derechos todos, deberes ninguno”- como de aquéllos que, aupados a puestos de altísima responsabilidad, se dedican a contentarlos para lograr (al precio que sea) sus insaciables ambiciones personales.
Lo cual constituye una de las muchas (y más características) tiranías existentes dentro del lodazal partitocrático en el que estamos inmersos: la ejercida por esas minorías que, con tal de ver satisfechos sus caprichos (convenientemente disfrazados de reivindicaciones: ora queremos la independencia, ora nuestra propia autonomía, ora cambiar de sexo, ora más competencias, ora más subvenciones, ora…) se pasan por el arco del triunfo los intereses de la mayoría.
El bien común, en definitiva.
CACHÚS