Le decían “el curita”. Porque una de las maneras que tenía el soldado Carlos Mosto de confortar a sus camaradas de trinchera, era reunirlos para leer el Evangelio y rezar; rezar incluso por los enemigos.
También se ocupaba de conseguirles comida, hacerles curaciones, prestar su propio abrigo o simplemente distraerlos en momentos de peligro.
Tuve el privilegio de tratarlo durante la guerra.
A Mosto, estudiante de Medicina, no le tocaba ir a Malvinas, pero reemplazó en forma voluntaria a un soldado que estaba aterrado. Desde las islas alentaba asimismo a sus padres, enviándoles cartas plenas de amor, entereza, entrega a la voluntad divina y orgullo por estar defendiendo la bandera.
Estaba destinado en el cuartel de Moody Brook, especialmente castigado por los bombardeos ingleses. Mas cuando había “alerta roja” y todos se guarecían, él solía dejar el edificio para ir a darle contención a sus camaradas.
Eso mismo se disponía a hacer el 11 de junio del 82: a llevar café a los pozos de zorro, cuando atacaron los Harriers. La onda expansiva de una bomba segó la vida de Mosto.
Aunque transida de dolor, su madre me dijo en 1984: “Morir por Dios y por la Patria bien vale la pena”.
Fraternalmente en Cristo desde Misiones, Argentina, en este caso tomando prestado del gran cronista de La Malviníada Nicolás Kasanzew,
Fernando Javier Liébanes